Lo que yo sentía por aquella chica no era amor. Era obsesión. O mejor, era adicción: una adicción que me carcomía por dentro, poco a poco.
La primera vez que la vi, la noche había caído ya desde hacía varias horas, y siendo yo una persona a la que se podría definir más bien nocturna, había salido a dar una vuelta.
La plaza estaba completamente desierta, con la excepción de algún gato que deambulaba aquí y allí. La catedral de estilo gótico que presidía el lugar dibujaba imponentes y lúgubres sombras sobre las filas de arcos que lo rodeaban. Un par de farolas iluminaban miseramente el suelo, dejando ver algunas hojas de colores rojizos que le daban de alguna forma un toque de color a aquel oscuro paisaje.
Aquel día no tenía ningún destino específico al que ir, así que dejé que mis pies me guiaran tranquilamente hacia la entrada de la catedral. Agarré una de las enormes aldabas de hierro que había sobre la puerta, y tiré de ella hasta abrirla lo suficiente para poder entrar.
No había nada nuevo en la iglesia: los mismos bancos, las mismas figuras policromadas, los mismos jarrones de flores y las mismas pinturas en las paredes.
Caminé entre los reflejos teñidos de color que llegaban desde las vidrieras, hasta que una voz que provenía de lo alto del edificio me hizo parar en seco. Era sin duda la voz más agradable, suave y angelical que había escuchado nunca. Dirigí la mirada hacia la zona superior de la catedral, donde normalmente se suele situar el coro para cantar. Allí, debajo de las bóvedas de arista que cubrían la estructura, se encontraba una chica, cuyo aspecto concordaba a la perfección con el sonido de su canto. No existen palabras suficientes para describir su belleza.
La observé durante un largo rato, en el que ella no pareció notar que había alguien más en la iglesia. Cantaba canciones suaves, melancólicas, pero a la vez reconfortantes.
Su voz sonaba lejana, como un eco dentro de los altos muros de piedra entre los que nos encontrábamos. Y exactamente como la canción, también ella parecía estar lejos, muy lejos de mí, dentro de esos pocos metros que realmente nos separaban. Era como observar al ave más hermosa de toda la tierra mientras vuela, con sus llamativos colores y su estupendo canto, pero no poder acercarse a verla de cerca y admirarla realmente.
Desde ese día, esa chica se volvió una manía para mí: decidí que tenía que descubrir quién era a toda costa. Por suerte, en las ciudades pequeñas es fácil enterarse de cualquier cosa, ya que todo el mundo lo sabe absolutamente todo. Para ser sincero, este hecho siempre me había molestado especialmente, ya que nunca me gustaron los chismes o los cotilleos. Pero las situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas ¿no es así?
En poco tiempo supe quién era la chica, cómo se llamaba, dónde vivía y el motivo por el que nunca la había visto antes. Por lo visto trabajaba en la taberna de la ciudad, lugar que a penas frecuento un par de veces al año. Como podéis imaginar, eso cambió.
Empecé a ir a esa taberna todos los días, sin falta. Nunca tomaba prácticamente nada, sino que me dedicaba a observar a la chica, y cuando podía a intercambiar un par de frases con ella.
Pasaron los meses, y aquella chica y yo habíamos forjado lo que se puede llamar una “especie de amistad”. Esta consistía en que yo la veía todos los días en el local donde trabajaba, tomaba una cerveza y hablaba unos minutos con ella. Cuando nos veíamos por la calle, cosa que, no por casualidad, pasaba muy a menudo, yo levantaba la mano en señal de saludo, y ella me dedicaba una sonrisa.
Todas las noches la iba a ver a la catedral, en medio de la noche, mientras ella cantaba como el primer día en que la vi.
Me gustaría acabar con un final feliz de cuento de hadas, pero la cosa no va así.
Durante uno de mis paseos nocturnos, acabé caminando entre las callejuelas de la ciudad. La noche era tranquila y una suave brisa soplaba. Cuando llegué al final de una de las calles que llevaban a la plaza del pueblo, se me cayó el alma al suelo. Bajo las filas de arcos que rodeaban la glorieta, se encontraba ella. Una figura oscura que no logré distinguir claramente se encontraba a su lado y, acariciando con delicadeza su mejilla, la besó. Ella le devolvió el beso.
La chica que había sido como una droga para mí durante aquellos meses estaba enamorada de alguien que no era yo. Y eso me mataba por dentro.
Por ese motivo me encuentro ahora en esta situación. Estoy tirado en medio de la calle, con una herida en la cabeza, que por ahora no parece querer dejar de sangrar. ¿El causante de la herida? Un golpe contra la esquina de un banco de madera. ¿La causa del golpe? Llueve, y el suelo resbala. A parte de eso, dudo que las dos botellas de vino que me he tomado ayuden mucho. El caso es que a pesar de todo, el alcohol no ha conseguido que olvide a esa chica.
Éramos como Alicia y el Conejo Blanco. Yo la quise seguir sin importar los riesgos, y ahora he acabado en un agujero: uno muy, muy profundo.
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