Érase una vez una mujer de mediana edad, con el cabello pajizo ya marcado por las canas y arrugas en los costados de los ojos. Su expresión era huraña y rabiosa, y, sumando su tétrica manicura negra, a menudo la tachaban de bruja. Aquella mujer poseía un negocio de atrezo artístico, en el que de todo se podía encontrar: desde botes de pintura hasta pinceles y rodillos, pasando por bloques de marmo, lienzos y lápices de dibujo. Para la mujer, el negocio era su orgullo. Era educada con los clientes (aunque con nadie más), y cuidaba su material con mucho mimo y detalle. Una vez a la semana, caminaba entre los estantes, y, con una lista de los útiles comprados en mano, comprobaba que todo estuviera en su lugar.
Esa semana, mientras llevaba a cabo dicha rutina, advirtió algo extraño: las cuentas no coincidían, faltaba un utensilio. Aprensiva, revisó cada estante hasta que se dió cuenta de que faltaba un bote de pintura naranja; poco comprado, pero muy caro. Estaba claro: alguien lo había robado. Y ella iba a descubrir quién.
A la mañana siguiente, la vendedora mantuvo los ojos bien abiertos, en busca de la persona que había tomado su pintura. El día pasó con lentitud, y, cuando ya faltaban solo diez minutos para el cierre, advirtió a una pequeña figura que se metía pinceles en los bolsillos.
Se trataba de una niña pequeña. Su cabello negro estaba sucio y enredado, y su ropa, cubierta de hollín. Sin embargo, lo que le llamó su atención fueron las manos: pequeñas y delgadas, cubiertas por finas líneas de una pintura naranja extrañamente familiar. Furiosa, la vendedora agarró a la niña por el brazo, y, de forma brusca, preguntó:
―¿Qué te crees que haces?
La niña se limitó a mirarla, con ojos firmes y valientes. Al no recibir respuesta, la rabia de la mujer creció y creció.
―¿Has sido tú la que me ha robado la pintura?
La fuerza de su agarre aumentó, y la niña, dolorida, se vió obligada a contestar: ―Sí, fui yo. Pero ¡fue por una buena causa! A mí me gusta pintar.
Varias cosas podría haber agregado: que no tenía dinero, por ejemplo, o que pasaba las mañanas ayudando a su padre a coser trajes y vestidos. A pesar de ello, no dijo nada, no puso excusa alguna que justificara su robo. La vendedora era una persona arisca y falta de empatía, y, por lo tanto, no imaginó lo que podría estar pasándole a la niña. Estaba enfadada, y, cuando se sentía así, lo único que importaban eran ella y su propria justicia.
―Me has robado un bote de pintura entero. ―remarcó. ―Para que estemos en paz, te cortaré un dedo.
Le echó mano a un cuchillo que guardaba únicamente para abrir las cajas de envío, y, con un corte seco, le arrebató a la niña su dedo.
Esta se marchó, y, cuando llegó la hora de acostarse para la rabiosa vendedora, se alentó pensando que ya no se atrevería a robar nada más. Satisfecha, se fue a dormir, y al día siguiente se levantó con entusiasmo. Al poco tiempo de abrir la tienda, sin embargo, descubrió a la niña robando una paleta.
―En algún sitio tendré que poner mi pintura. ―se defendió ella.
Y la mujer le cortó otro dedo.
Lo mismo pasó durante los siguientes días, una y otra vez. La niña robaba algo, la vendedora le cortaba un dedo. Cuando llegaron a los siete dedos cortados, la vendedora comenzó a pensar que, tal vez, la niña no se rindiera nunca. La veía capaz de pintar con los dientes o con los pies, con tal de contar con los medios para poder hacerlo. Además, admiraba ― aunque poco, y jamás lo admitiría ― la pasión que la niña debía sentir para sacrificar tantas partes de sí misma. Así pues, a la mañana siguiente, cuando vió una mano con solo tres dedos coger de manera sigilosa una goma de borrar, fingió no haber notado nada.
Las cosas parecían haberse calmado, tanto para la vendedora, más amable, que para la niña, a estas alturas dolorida. Sin embargo, algo después de que la niña se fuera de la tienda, un grupo de jóvenes entró. Observaron los materiales, se pasearon entre los estantes, y, delante de los ojos de la mujer, trataron de robar unos lápices muy caros.
Ella les paró.
―¿Os gusta pintar? ―preguntó, endulzada y más comprensiva por la experiencia anterior.
―No demasiado. ―contestó uno de ellos, que llevaba ropa limpia y elegante. ―Escuche, le daré dinero de más y esto será olvidado.
En ese momento, estupefacta, la vendedora se dio cuenta de que no todos eran como la niña: no todos tenían una pasión que perseguir a toda costa. Algunos hacían cosas incorrectas porque sí. Denunció el robo a la policía, y, esa misma semana, le entregó a la niña una cesta llena de su mejor material. Por fin podría perseguir sus sueños, hacerlos realidad.
(¡Y sólo le había costado siete dedos!)
LUCÍA GALIMBERTI
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